Ayer te extrañé, hoy me dedicaré a recordarte.
Recordaré primero, porque así debe ser, tu pelo largo, oscuro y fragante. Pronto tus cejas me conducirán letalmente a tus ojos, pero no podré recordarlos, sólo morir en ellos unos instantes y seguir. Me inspiraré en tus labios pequeños, delicados, que me atrapan siempre con esa sonrisa simple, llena de una potencia invisible ganada en quién sabe qué seguridad subjetiva. Los mismos labios por los que sale la única melodía tan encantadora como para ahogarme las reflexiones cuando estoy absorto, de tal forma que incluso me impide volver a ellas. Volveré a tu nariz y me deslizaré por la prolija certeza de su dominio obsitnado, ese que logra mover toda tu cara a la más conmovedora ternura, cuando en vano, intentas perturbarlo.
Cada cabello y cada poro de este viaje guardaré en una cajita de oro antes de dejarme caer por tus brazos que se confunden suaves con los abrazos verticales abiertos de un chaleco cuidadosamente escogido. Me alejaré un poco y evitaré, aún en el recuerdo, la contemplación de tu torso desafiante, única confirmación del vigor en tu mirada. Y tus piernas ingrávidas, que como tus brazos, parecen sólo moverse al compás desinteresado de las brisas ocasionales, seguirán siendo un misterio. Sin saber si cuelgan de tus caderas, o si evaporan de tus botas dibujándote como ilusión perfecta.
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