Nuestra historia vivió segundos. Como la chispa del encendedor o el diferencial entre dos neuronas. Fuimos tan perfectos como fugaces. Un tercio de tu rostro fue catalizador suficiente para apreciar la perfección buccelattesca de los contornos que lo enmarcaban. La composición de lisos y la unión de ángulos hubiese excitado al mismísimo DaVinci. Tu chaqueta irradiaba ocultismo en la oscuridad y velaba las pantimedias gruesas como el carácter necesario para desafiar sola una confrontación de avenidas a la media noche. Completo juego de niveles de escondidas y revelaciones. Ese tercio de tu rostro fue suficiente para desatar la rebelión de mis principios, por una vez entre mil, me volví. No había forma de no descubrir las dos mitades restantes, aún cuando debiese exponerme a todo el peso de la cara oscura que los nuevos tiempos me instan a cubrir. Y entonces, tan casual como toda nuestra relación, encendiste un pucho y apagaste mi pasión sin llegar a enterarte de mi existencia.
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