Ese día había salido de clases más temprano y decidí tomarme la tarde para mí. Esto generalmente significa salir a vitrinear diversos locales, siempre novedosos, del centro de la capital. A veces un pasaje o una galería particularmente oscuros me invitan a recorrerlos, a veces la perspectiva extraña de una calle diagonal me obliga a desviarme, y otras un puente fuera de contexto o una casa perdida entre los edificios me obligan a olvidar mis propósitos. En cualquier caso, las calles del centro siempre tienen alguna forma de seducirme a disfrutarlo en sus particularidades inadvertidas. Con el tiempo llegué a darme cuenta de cómo fue que ese día me engañó para caer en esta trampa.
La calle Nueva York se veía especialmente vacía, algo en ese silencio visual me resultaba atractivo, misterioso y a la vez peligroso. Me adentré al lugar que había visitado mil veces como si iniciara una aventura nunca antes emprendida. A veces me admito a mí mismo que la sugestión es algo bueno para darle un tinte cinematográfico a la aburrida vida que llevo, típico de un día así: mi primer paso sobre el adoquín se llenó de sospecha ante el descolorido aspecto de los edificios. El segundo paso temiendo una conspiración en la que probablemente participaba el viejo que entraba a la relojería en ese momento. Conspiración y relojería, pensé, dos elementos que combinados hacen que las cosas no se vean bien para mí, y me sonreí; hoy dudo de todo lo que pensé, por supuesto. Hoy me pregunto si todo esto es mi culpa, si por algún arte mágico mis cavilaciones produjeron todo lo que ocurrió, si fue mera coincidencia, o si, por una vez, mis sospechas eran reales. Ciertamente tras pocos minutos ya había olvidado mi actitud inicial y simplemente me había sumido en mi admiración por la arquitectura del lugar, como suele ocurrirme. Al pasar un árbol noté en un local un hombre que me hacía señas, me preguntó si buscaba algo en particular, lo miré extrañado unos instantes y le respondí que no, entró al local y siguió conversando con un sujeto gordo que me recordó a un personaje temible pero tosco de una serie infantil. Imagino que le gusta la cazuela tibia, lo veo salpicando el líquido grasoso en su individual plástico, nunca sin pedir otro plato con un simple gesto "¿más?" al que su madre accede a regañadientes. Me quedé un rato pensando hasta que alguien tocó mi brazo, no eres de por aquí, ¿verdad? Metro setenta, con su silueta delicada oculta sutilmente bajo un abrigo café antiguo, pero muy bien cuidado y pantalones de vestir beige que en contraste con el conjunto del sombrero más oscuro, como si quisiera creerse una detective en Londres de 1850, resaltaban sus colores naturales. Pelo castaño claro y completamente liso, los ojos y la piel eran las almendras tiernas en una pizza que aparte tenía zapallo italiano, queso azul y champiñones, una interesante mezcla de ingredientes para una mujer aún más interesante, probablemente prefiere servirse trozos delgados y comerla sólo con tenedor, cortando los bocados del tamaño adecuado, de esa forma puede entablar una de sus emocionantes conversaciones y comer a la vez, sin perder el control sobre ninguno.
Yo diría que sí, soy de Providencia. Su expresión parecía preguntarme si aquello era una broma o si la estaba poniendo a prueba de alguna forma, inmediatamente noté su perspicacia, me tomó del brazo y me acompañó hasta la fuente. Soy Calia. Calia, qué bonito, no lo había escuchado nunca, soy Roberto, mucho gusto. Los nombres inusuales no me agradan, pero el suyo le quedaba perfecto. Su mirada aún inquisidora parecía disfrutar de una situación enigmática. Encantada, bueno Roberto, creo que debo irme, espero que volvamos a vernos. Ciertamente lo esperaba yo también, pero no pude reaccionar, y por un instante evalué qué tanto valía la pena haberme perdido la apreciación arquitectónica de la mitad del lugar por estar concentrado en esta mujer, en fin, seguí caminando. De pronto noté cómo el paseo se había llenado de gente, gente apurada, el paseo se había llenado de prisa. Huí.
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