El pasillo se extendía en
solitaria penumbra, tuberías de varios grosores recorrían el techo y se
bifurcaban ingresando a través de las paredes aquí y allá, mas los accesos
laterales correspondientemente esperables, brillaban por su ausencia.
Lentamente, a medida que avanzábamos, la cantidad de tuberías sobre nuestras
cabezas disminuía y la penumbra se transformaba en umbra; se nos aparecía como
un misterio el origen de la tenue iluminación a la vez que la ausencia de
puertas laterales acrecentaba en mí un sentido de sospecha. Luego de caminar
cerca de un kilómetro nos detuvimos, ya no divisábamos la subida de la escalera
por donde habíamos llegado, nos comenzábamos a preguntar qué tan lejos podía
llevarnos este pasaje recto. Mientras decidíamos si continuar o volver, un
fugaz sonido metálico me hizo voltear, describir ese momento resulta
significativamente más simple de lo que fue vivirlo, y debo agregar que
describirlo no carece de dificultad: Mientras el trozo diagonal de metal suspendido
en el aire caía verticalmente y la punta de su filo rozaba la punta de mi
propia nariz, su silueta se imprimía inversamente en mi camisa manchando de
sangre todo alrededor. Y el desplome de la menuda figura inmediatamente tras
ella, descubría a Chiro serenamente -sin deleite ni orgullo- erguido un paso
más allá.
-¡Mierda! ¡Chiro! ¡Lo mataste!
Sólo el tamboleo de la espada en
la roca fría se escuchaba. Chiro apenas prestaba atención, como sumido en un
interés ulterior.
-De dónde salió este sujeto.
Ni siquiera se dignaba a
justificar su acto, podría haber dicho que no sabía, que lo había tomado por
copiácea, podría haber dicho que me había salvado la vida, lo cual, en efecto,
y con el pesar de mi ego, había hecho. Pero nada de eso, no le interesaba, sólo
quería saber de dónde había salido. Me acerqué a examinar el cadáver, no había
lugar a interpretación, su pecho estaba perforado de un lado al otro y un
charco de sangre le servía de lecho. Pocos segundos después una sinfonía de
campanas celebraba el deceso, a todo nuestro alrededor, desde las paredes
podíamos escucharlas, tenuemente resonaban en el pasillo. Estábamos
desconcertados, pero algo nos hacía intuír que el inesperado réquiem no era
casual, así que nos detuvimos contra nuestras espaldas a esperar.
-¿Alguna idea?
-¿Qué?
-Qué fueron esas campanas.
Se volteó ligeramente sobre su
hombro, intentaba hacer sentido de mi pregunta.
-No importa.
Súbitamente se vertieron sobre el
corredor una masa de copiáceas, cientos de matones con bate cerraban el camino
adelante y tantos del sujeto con rifle cortaban el camino de regreso. Los
matones se abalanzaron sobre mí sin titubear, el asunto no se veía bien, no
iban a hacer preguntas y no nos querían vivos. No podía darme el lujo de
alterarme, respiré y me concentré, al menos el entorno era fácil de visualizar,
podía hacerlo. Me tiré al suelo, necesitaba al menos unos segundos, y si es que
los tipos de rifle estaban tan decididos a atacar como los del bate, los
disparos me iban a alcanzar mucho antes, la única opción era que apuntaran a
Chiro en primer lugar y éste los desviara, de todas formas, con su velocidad
difícilmente iban a poder dar con él.
En efecto, la simpleza del lugar
ayudó, en pocos segundos lo había logrado. Chiro estaba cerca del techo junto a
mí, su mirada de reojo puesta sobre mí con suma concentración. Chiro podría
haber terminado el asunto antes de que yo congelara el tiempo, quizás había
adivinado lo que trataba de hacer, pero a la vez, esto tenía que terminarlo yo,
si me posicionaba detrás de las copiáceas acabaría aplastado, como hubiese
sucedido con el tumulto que encontramos al ingresar. Tenía que pensar en algo
rápido, pero sólo tenía a disposición los rifles y bates calientes, quizás
podía combinarlos de alguna forma. Lo más rápido que pude tomé seis de los
bates, efectivamente estaban calientes, los dejé suspendidos, tres de ellos
apuntando hacia las copiáceas de un lado y tres hacia el otro. Inmediatamente
tomé uno de los rifles y disparé dos veces detrás de cada uno de los bates, esperaba
que los disparos pudieran propulsar los bates a través de las copiáceas, la
mayor cantidad de ellas idealmente, y, volviendo al suelo, eché a andar el
tiempo.
Sólo escuché varios gritos, al
parecer había tenido éxito. Al levantar la vista noté lo contrario, sólo unas
pocas de las copiáceas cerca de nosotros estaban quemadas, pero al parecer
Chiro ya se había encargado del resto, cuyos restos se exhibían aplastados
contra las paredes cercanas. Realmente me estaba hartando de su altanería,
quizás los poderes eran más como un juego de cachipún, según la situación
podría borrarle la cara sin problemas, pero en estas circunstancias había que
admitir que sus habilidades resultaban más eficientes que las mías. En fin, ya
llegaría mi momento.
De todas formas, la pregunta de
Chiro ahora se hacía más patente aún: de dónde habían salido. Y sin embargo no
había tiempo para ello, hasta donde alcanzaba la vista, a lo largo de todo el
pasillo, más y más copiáceas aparecían. De dónde salían, a estas alturas,
incluso combinando mis habilidades y las de Chiro, la situación se volcaba en
nuestra contra, la única opción era encontrar por dónde estaban llegando, esa
podría ser quizás la única vía de escape para nosotros. Quizás fue el estrés
del momento, quizás la adrenalina, como fuere, logré detener el tiempo casi
instantáneamente, y de inmediato busqué en las pareces, palpando, debía haber
algún conducto. Me aventuré hacia las copiáceas de un lado y descubrí que el
muro se había desplazado lateralmente, descubriendo varias aperturas dejaban
salir copiáceas a lo largo del túnel. Tomé a Chiro, que se encontraba
convenientemente suspendido horizontalmente cerca del techo y lo empujé hasta
una de dichas aperturas, una de las pocas que se encontraba despejada. Al
interior una escena bizarra nos saludó: centenares de copiáceas del sujeto con
katana, todas teñidas de una tonalidad celeste, en diversas posiciones
naturales, algunas de ellas tendidas sobre el suelo, rígidas, como estatuas
caídas en una amplia sala de techo bajo. En los costados estanques llenos de un
líquido azul desprendían un tenue destello que iluminaba el lugar apenas lo
suficiente para poder ver.
Al volver el tiempo, el muro
volvió a cerrarse, dejando al resto de las copiáceas afuera, aunque también a
nosotros encerrados dentro. Escuchábamos la conmoción, nos buscaban, al menos
no sabían que nos encontrábamos en esta habitación, teníamos algo de tiempo
para planificar nuestro próximo movimiento.
-¿Qué es esto? Están todos tiesos.
-Crees que sea porque…
-Fue cuando mataste al original.
Mira todas las katanas en el suelo, esto fue lo que escuchamos antes, al matar
al original, todas sus copiáceas dejaron de funcionar.
-Pero por qué no se marchitaron.
-¡Cresta! Está congelado.
El frío me había quemado la yema
del dedo en un instante, me recordó al cristal rosado que había inundado los
campos de coralis días antes. Investigamos el lugar en busca de pistas, pero
todo lo que había allí eran las copiáceas congeladas y los estanques. El cuarto
no tenía ninguna salida, salvo por donde habíamos entrado, y no teníamos la más
mínima idea de cómo volver a activarla. Chiro miraba en todas direcciones, su
mirada iba y venía desde las tuberías que salían de los estanques y se posaba
brevemente sobre las copiáceas.
-Ahí.
Señaló un punto de la pared
cercano al techo.
-Ese tubo es el que alimenta los
estanques. Si rompemos esa pared, llegaremos a algún lugar.
-¿Tienes alguna idea para romper
el concreto?
No me prestó más atención. De
inmediato se acercó a una de las copiáceas.
-¡Cuidado!
Mas el tacto de la misma no
parecía afectarle, la tomó y la trasladó hasta dejarla en el suelo cerca del
punto que había señalado. Luego tomó otra y la situó a continuación, finalmente
tenía cinco copiáceas congeladas en línea. Seguía sin hablar, no tenía ninguna
hipótesis sobre qué trataba de hacer. Se acercó a cada una de ellas, posando su
mano sobre la piel rígida, aún me resultaba inexplicable que pudiese soportar
la extrema temperatura de las figuras. A la vez que hacía esto, me pareció
verlas moverse, aún rígidas, como acercándose unas a otras.
-Chiro qué estás haciendo. Qué es
esto.
No me prestaba atención. Las
cinco copiáceas juntas formaban una línea hacia el puto que Chiro había
señalado, se detuvo frente a la segunda desde la pared, y con esfuerzo comenzó
a levantarla, comprobé que las cinco copiáceas estaban unidas, como por acción
de un pegamento invisible, aunque parecía costarle trabajo llevar a cabo la
acción, eran demasiado pesadas.
-Un poco de ayuda me podría
servir.
-No las puedo tocar, Chiro.
Me miró con su inexpresividad
característica, por favor, al menos podría haberse dignado a mostrar un atisbo
de desilusión. Sólo se detuvo en su lugar, pensativo. Entonces tuve una idea,
la transmisión de calor ocurría matemáticamente como una diferencial en el
tiempo, es decir, si detenía el tiempo, tal vez podría tocarlas sin quemarme. Lo
intenté, finalmente me animé y vencí la reticencia, al tocarlas pude comprobar
aquello a lo que no había prestado atención en ocasiones anteriores, no tenía
sensación de calor o frío.
-Perfecto Roberto, necesito que
las levantes y las apoyes sobre ese punto, luego párate aquí.
Me señaló un punto en la mitad de
la habitación. Me intrigaba su plan, pero no perdía nada. No esperaba que luego
de todo lo que ya había visto, el engreído sujetillo pudiere seguir
sorprendiéndome; cuán equivocado estaba. Lo que sucedió a continuación volvía a
escapar a mi capacidad lógica. Chiro se detuvo frente a la copiácea de en
medio, y acercó sus manos a las dos adyacentes a ésta, haciendo una pausa al
posarlas sobre ellas.
-¿Listo? Sólo quédate ahí.
No pude ver qué fue lo que hizo,
sólo reaccioné a cubrirme cuando los cuerpos violentamente se azotaron unos a
otros en el aire y trozos de ellos volaron en todas direcciones, Chiro parado
en frente me servía como escudo humano; o ikghuriano. Había previsto aquello.
Una vez que la arrebatada entropía había finalizado su ciclo, la escena daba
paso a una enorme grieta en el punto que Chiro había señalado, justo bajo la
tubería, además de una profusa perforación en el suelo, donde la quinta de las
copiáceas había estado apoyada.
Del otro lado podíamos escuchar
la tos de una mujer tan sorprendida como yo despejando el polvo de los
escombros en el aire. Calia.
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