(Ejercicio para Filosofía y Psicología)
Me encanta el paseo las perdices (en realidad no tiene nombre, pero así lo llamo yo). Es un camino de tierra con pasto a ambos lados, árboles y entre dos calles. La gracia de las calles es que una está un metro más abajo y la otra un metro más arriba (al menos en ese pedazo), así que uno está como en otro mundo. Siempre hecho de menos tener una taza de té en la mano mientras camino, pero nunca llevo una porque encuentro que sería muy pintamono.
Acostumbro caminar por ahí deteniéndome en pequeñeces, es más, tanto así que son pocos los árboles de los que no me he metido una hoja o acícula a la boca para examinarla mejor. Aún así, siempre me sorprendo con algo nuevo.
Esta vez me dejé espantar por los eucaliptus, nunca me había dado cuenta de lo pesados que se ven, parece que se fueran a caer encima de uno.
Además dialogué con las enrredaderas que escapan de algunas casas. En una me parecieron un turba desesperada por huir de ahí abultándose hacia el muro como si del otro lado ocurriera una catástrofe. En otra, donde se veía que habían podado recientemente, se me antojaron los cadáveres de una masacre que los encontró a media retirada. Y en otra más, me pareció que se habían dejado desbordar como si al interior estuviese tan sobrepoblado, que no cupiesen más.
Así me volví a casa, con una imagen de romanticismo antropomorfo grotesco en las viles plantas.
Me encanta el paseo las perdices (en realidad no tiene nombre, pero así lo llamo yo). Es un camino de tierra con pasto a ambos lados, árboles y entre dos calles. La gracia de las calles es que una está un metro más abajo y la otra un metro más arriba (al menos en ese pedazo), así que uno está como en otro mundo. Siempre hecho de menos tener una taza de té en la mano mientras camino, pero nunca llevo una porque encuentro que sería muy pintamono.
Acostumbro caminar por ahí deteniéndome en pequeñeces, es más, tanto así que son pocos los árboles de los que no me he metido una hoja o acícula a la boca para examinarla mejor. Aún así, siempre me sorprendo con algo nuevo.
Esta vez me dejé espantar por los eucaliptus, nunca me había dado cuenta de lo pesados que se ven, parece que se fueran a caer encima de uno.
Además dialogué con las enrredaderas que escapan de algunas casas. En una me parecieron un turba desesperada por huir de ahí abultándose hacia el muro como si del otro lado ocurriera una catástrofe. En otra, donde se veía que habían podado recientemente, se me antojaron los cadáveres de una masacre que los encontró a media retirada. Y en otra más, me pareció que se habían dejado desbordar como si al interior estuviese tan sobrepoblado, que no cupiesen más.
Así me volví a casa, con una imagen de romanticismo antropomorfo grotesco en las viles plantas.
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